Desde un planteamiento de sentido común, las fronteras podrían justificarse en la medida en que protegen a las comunidades y permiten un funcionamiento organizado de la sociedad. Sin límites claros, la convivencia se volvería caótica, los recursos podrían agotarse rápidamente y los sistemas de salud, educación o seguridad podrían colapsar. Así, las fronteras pueden verse como un mecanismo práctico para garantizar que las personas que ya forman parte de una comunidad tengan ciertas garantías de bienestar y estabilidad. Además, los países tienen la responsabilidad de cuidar a sus ciudadanos, y controlar el flujo de personas es parte de ese deber. En este sentido, se podría argumentar que las fronteras no solo son justificables, sino necesarias para preservar un mínimo de orden social y cohesión dentro de un territorio determinado.
No obstante, el sentido común también nos alerta sobre los límites de esta justificación. Las fronteras no existen en un vacío moral; afectan vidas humanas concretas. Cuando se imponen de manera estricta o excluyente, pueden generar sufrimiento, marginación y desigualdad. Por ejemplo, muchas personas huyen de conflictos, persecuciones o pobreza extrema, y las fronteras les impiden acceder a condiciones básicas de seguridad y subsistencia. Desde esta perspectiva, las fronteras se vuelven éticamente problemáticas, porque restringen derechos fundamentales y pueden perpetuar injusticias que no tienen relación con las personas que buscan cruzarlas. La ética nos invita a pensar en la humanidad compartida y en la responsabilidad hacia quienes están en situación de vulnerabilidad. Limitar la movilidad de forma absoluta, simplemente por pertenecer a un país distinto, parece arbitrario si se considera que los problemas que enfrentan los migrantes no dependen de su nacionalidad, sino de circunstancias externas sobre las que ellos no tienen control.
Un planteamiento de sentido común sugiere entonces que la justificación ética de las fronteras depende de cómo se gestionen. No se trata de eliminarlas completamente, porque eso traería desorganización y conflictos prácticos, pero tampoco se trata de cerrarlas sin consideración moral. La clave está en equilibrar la soberanía y la protección de los ciudadanos con la solidaridad y el respeto a la dignidad humana. Esto implica diseñar políticas que permitan regular la entrada y salida de personas, pero que también ofrezcan protección a quienes más lo necesitan, y que no sean arbitrarias ni discriminatorias. Una frontera ética sería aquella que no solo protege un territorio, sino que reconoce la interdependencia global, la igualdad básica de todas las personas y la obligación de ayudar cuando otros se encuentran en peligro o necesidad.
En la práctica, esto podría traducirse en procedimientos claros y justos para la migración, cooperación internacional para enfrentar crisis humanitarias y apertura a quienes buscan oportunidades legítimas para mejorar su vida. Desde esta perspectiva, las fronteras dejan de ser simplemente líneas divisorias y se convierten en espacios de regulación ética, donde se equilibran intereses locales y responsabilidades universales. Por lo tanto, desde un planteamiento de sentido común, podemos concluir que las fronteras son éticamente justificables solo cuando cumplen una función protectora sin infringir la dignidad ni los derechos fundamentales de las personas. Su legitimidad ética no depende solo de su existencia física o legal, sino de la manera en que se aplican y del respeto que muestran hacia la humanidad compartida. La reflexión final es que una frontera sin conciencia ética puede ser injusta, mientras que una frontera gestionada con justicia y solidaridad puede ser moralmente defendible, mostrando que la ética y el sentido común coinciden al pedir equilibrio entre orden, protección y compasión.
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