Tendemos a idealizar el pasado o el futuro porque la mente humana rara vez se conforma con la crudeza del presente. El pasado, con la distancia del tiempo, se vuelve selectivo: recordamos lo que nos dio seguridad, alegría o sentido, y desdibujamos lo incómodo, lo rutinario y lo doloroso. Esa memoria parcial construye un pasado idealizado, donde los momentos difíciles parecen más suaves y los buenos parecen más puros de lo que realmente fueron. Del mismo modo, el futuro suele pintarse con los colores de la esperanza: proyectamos en él lo que hoy sentimos que nos falta, lo que aún no hemos alcanzado o lo que deseamos corregir. Así, se convierte en un refugio imaginario que da dirección y energía, pero que también puede llenarnos de ansiedad si lo cargamos de expectativas desmedidas.
Esta tendencia revela, en gran medida, una insatisfacción con el presente. No siempre porque el presente sea objetivamente malo, sino porque estamos diseñados para desear más de lo que tenemos, para comparar lo que es con lo que fue y con lo que podría ser. La mente humana, inquieta por naturaleza, se resiste a la inmovilidad: busca encontrar sentido en lo vivido y razones para seguir adelante. Cuando lo que vivimos hoy nos parece insuficiente o carente de plenitud, nos refugiamos en la nostalgia de un ayer mejor o en la promesa de un mañana perfecto.
Sin embargo, esta inclinación también puede ser una señal de que no sabemos habitar el presente con plenitud. Al idealizar lo que no está, corremos el riesgo de perder lo único que realmente existe: el ahora, con sus matices, sus oportunidades y sus imperfecciones. El pasado y el futuro tienen valor, sí, pero como maestros y brújulas, no como sustitutos de la vida actual. Recordar y planear es humano, pero vivir con autenticidad exige reconciliarnos con el presente, reconociendo que es el único tiempo en el que podemos transformar lo que añoramos y construir lo que soñamos.
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